Vanesa vivía rodeada de contrastes. Educada en colegios religiosos, era la pequeña de seis hermanos que vino al mundo, cuando ya no se la esperaba, en el seno de una familia-bien del madrileño barrio de Salamanca. Hace algo más de un año que abandonó la carrera de arquitectura y se liberó de una vida acomodada y de la sombra autoritaria de su madre, que a día de hoy aún sigue preguntando a su confesor qué es lo que ha podido hacer mal.
El piso de Vallecas a donde se había mudado era de lo poquito que se podía permitir alquilar en Madrid. Sin reformar, podría haber sido perfectamente el pisito de soltero de Andrés Pajares: el papel pintado de los años setenta levantado por mil sitios, los viejos zócalos despegados de la pared, un reloj de cuco en el recibidor, el paragüero de forja, las baldosas hidráulicas en el baño y la cocina… Aún así, para Vanesa aquel piso era lo más cercano a estar en el paraíso.
Era mediodía. El oscuro pasillo solo se iluminaba por la intensa luz que se irradiaba desde el umbral de la cocina, en parte por tener la única ventana orientada al este, y en parte porque era allí donde la rubísima y bellísima Vanesa se encontraba, como cada mañana de aquel otoño, terminando el pedido para Alfredo.
Desde unos altavoces inalámbricos situados al lado de una antigua cocina de gas, sonaba “Cinco farolas”. Con un enorme consolador, a modo de micrófono, Vanesa cantaba con voz impostada intentando competir en afectación con la gran Concha Piquer.
♫ Si yo sé que me quiere, como le quieroooooo, a qué darle tres cuartos al pregoneroooo…
Estaba preciosa; completamente desnuda bajo el blanco delantal, que era incapaz de contener los grandes y turgentes pechos que asomaban alegres por el lateral de la tela. El lazo que lo ceñía a su cuerpo, no encontró mejor cobijo —travieso él— que en entre las dos nalgas de aquel hermoso, respingón, rotundo y blanquito culo, donde todavía se adivinaba la tenue marca del bikini.
♫ Desde su puerta misma, hasta mi puertaaa… —cantaba Vanesa, con el glande de silicona pegado a sus labios.
Mientras con la mano izquierda agarraba con fuerza la réplica de Nacho Vidal por encima de los testículos, con la derecha daba hábilmente la vuelta, con un tenedor de madera, a ocho grandes rosquillas que tenía friendo sobre una enorme y vieja sartén de hierro.
Empezó a vibrar su móvil en el bolsillo central del delantal. Tras revisar la pantalla del iPhone, soltó el consolador en las proximidades de una gran fuente de rosquillas, ya fritas, cubiertas de azúcar.
Tras bajar el volumen de la música se dirigió al amplio ventanal de madera, abierto como cada mañana para disipar el calor de la cocina. Ya en la ventana, tapó el auricular de su teléfono móvil contra su pecho, y se asomó levemente al exterior.
Tras una mueca de resignación recuperó el interés por la llamada telefónica.
Tras unos segundos escuchando la misma retahíla de cada día, Vanesa separó unos centímetros el auricular de su oreja y empezó a imitar en silencio, divertidamente burlona, a su interlocutor. Llegado el momento, tomó la iniciativa en la conversación.
Alfredo, al otro lado del teléfono volvía a la carga.
Cortó abruptamente la llamada y se giró, regresando de nuevo al fogón. Ese instante lo aprovechó el mirón para inmortalizar el imponente trasero lunar de Vanesa mientras apretaba el bulto de su entrepierna contra las rejas del balcón, valiéndose de la intimidad que le proporcionaba una bandera de España.
Con velocidad fue Vanesa retirando una a una las grandes rosquillas y colocándolas sobre una fuente de azúcar. Allí, con ágiles movimientos, y ayudada por un tenedor y una cuchara de palo, les fue dando vueltas para llevarlas definitivamente al plato de las rosquillas ya terminadas, finalizando al tiempo en que la canción atacaba la estrofa final. Subió entonces el volumen todo lo que permitían los altavoces.
♫ Ay, qué penita madre, madre que penaaaaaaa…
Vanesa agarraba de nuevo el consolador y remataba la copla, con medio glande en la boca y las venas del cuello inflamadas.
… ♫ cuajá de hierba…. ¡¡Cuaaaajá de hierbaaaaaaaa!! —se desgañitaba mientras agitaba violentamente su larga y morena melena.
Se hizo el silencio en la cocina.
La respiración entrecortada de Vanesa, el ligero sudor provocado por el calor de los fogones y sus largos cabellos despeinados, más parecían que respondiese a una improvisada sesión de sexo en los servicios de una discoteca, que al fruto de la intensidad de una copla durante la fritura de unas rosquillas.
Tras unos segundos, ya más repuesta, empieza a cortar, ayudada por un vaso de sidra, círculos en la masa para la siguiente tanda de rosquillas. Seguidamente vierte un poco de aceite de oliva sobre el glande de la enorme verga que tenía sobre la encimera y comienza a recorrer, muy despacio, todo aquel miembro de silicona médica, aceitándolo con sus manos, ascendiendo y descendiendo con ellas a lo largo de todo el cuerpo del pene. Una masturbación virgen extra.
Uno a uno fue insertando con cuidado los ocho círculos de masa en el pollón de Nacho y retirando la masa sobrante. Finalmente, extrajo las rosquillas de nuevo, depositándolas cuidadosamente en el aceite hirviendo mientras, desafinada, musitaba “desde su puerta, prima, hasta mi puerta”.
Con la nueva tanda de rosquillas ya friéndose, Vanesa acerca ahora el consolador a su boca para proceder, con parsimonia, a lamer de este los restos de masa adheridos; progresando lujuriosamente con la punta de su lengua desde los testículos, para finalizar en el glande, que introdujo entero en su preciosa y cuidada boca hasta sacarlo de ella totalmente limpio, reluciente, preparado para recibir de nuevo otra tanda de aquellas riquísimas rosquillas que tanto estaban dando que hablar en todo Madrid, y de la que solo ella era la poseedora del secreto que las hacían diferentes.